domingo, 6 de mayo de 2012

Sanctus Nomine Pavor


Desesperada angustia vaga por mi mente, aún sana, aún solemne. No creo en salvación, ni en gracia de un ser superior, puesto que lo vi a los ojos, y desdeñó la esencia de lo humano, de lo divino y de lo propio.

—Manifiesto desdén ante los ojos de los impíos, de los puros, de los hombres.— dijo entonces aquella figura divina. —No creo en la divinidad.— reproché con ímpetu ante su solemne manifestación de desagrado, no quería creer que Él fuese más humano que yo.

Y así, la vida se tornó una, mis ojos clamaron por piedad, Él, desde su crucifijo, vigilante a los movimientos de la humanidad, sonreía. Aún me parece sórdida su actitud, profana, divina.

—Nunca más temeré a tu nombre, el santo nombre del terror.— manifesté en mi soledad, mientras Él, desde su cruz, sentado, me veía con una mueca de falsa lástima, pues me había rebelado. —Los míos no temen a quién no está presente.— reclamé en un alarido pútrido, pues mi carne, ardiente, era devorada por gusanos de desesperación.

Y no volví a clamar su nombre, puesto mi guerra es irreal. Y su nombre resuena en la eternidad, mientras mi martirio ha sido creado por su dicha. —Ve lejos de mi vista, piérdete en la infinidad, o soporta mi venganza, pues tu hermano era mío, y me lo has arrebatado.— y aún hoy, vago en la eternidad preguntándome, sí acaso Él, en su magnífica luz, nunca vió que mi sombra era la que humanizaba; la que divinificaba.

Tras siglos de vagar, ya no soy el de aquél entonces, Él no es mi padre, ni yo su hijo, hoy, Él es el que es, y yo, quién debió ser.

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